Sabana Grande: Refugio de lo sagrado y lo profano

Notes

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Los bares, tascas y restaurantes abundaron en Sabana Grande. Todos eran similares en ambiente alegre, tragos, precios y generosas raciones. Algunos todavía se mantienen esperando a la fiel clientela que desapareció de sus alrededores pero, la mayoría de sus nombres solo están en la memoria de quienes los frecuentamos, así como las tiendas y locales de todo tipo que hicieron feliz a más de uno, pero que lamentablemente desaparecieron

Escribir, pensar o hablar de Sabana Grande es meterse en camisa de once varas por lo variopinto del paisaje y de los personajes, por las historias e historietas que allí se han desarrollado, por los cuentos y leyendas, unas urbanas y otras más selváticas, que se han tejido en ese pequeño tramo de cemento plagado de edificios y en alguno que otro de sus recovecos.

Ese espacio que cambió de tránsito vehicular a exclusivo tramo peatonal, comienza en la Plaza Venezuela que en aquel entonces albergaba el conjunto escultórico de Ernesto Maragall inaugurado en 1953 y finaliza en los linderos del otrora pueblo de Chacaíto o viceversa, según la dirección del paseante.

Una intensa actividad danzaba entre lo real y lo ficticio, cargada de mucho desenfado, que era el pan diario en ese recorrido pleno de lugares alegres y bullangueros, algunos discretos y casi anodinos, que no se acomplejaban ante aquellos donde el lujo y la última moda tenían su sucursal. Todos eran visitados por no menos interesantes personajes, quienes sentían que mientras más recónditos, ocultos y reservados eran esos recintos, más apetecibles se hacían.

El Metro y la inseguridad dieron al traste con esa febril vida mundana, cultural y culturosa, con comercios de alto vuelo como las peleterías y joyerías costosísimas, restaurantes de las más disímiles categorías y ofertas culinarias, tiendas de regalos con sellos de las mejores fábricas del mundo, librerías con best sellers y constantes bautizos de libros, muchos de ellos obras de autores locales consuetudinarios de esa misma zona, donde también se ubicaron prostíbulos de diferentes precios y por ende con distinta mercancía, bares y saunas gay, alguno que otro cabaret de poca monta, muchas tascas españolas y los sempiternos restaurantes italianos, cuyos dueños no aceptaban la categoría de trattoría.

En un viaje memorioso voy a tratar de recrear algunos lugares. Obviaremos la época en que existieron, el recorrido de Oeste a Este será atemporal y con veracidad histórica.

Diez salas de cine funcionaron en este reducto caraqueño: Teatro del Este y su homónimo pequeño en la Torre Polar, Las Acacias, Radio City, Metropol, Río, Broadway y en el Centro Comercial Chacaíto los Cinemas Uno, Dos y Tres donde las butacas tenían ceniceros y por lo tanto se podía fumar. Era el placer de los adolescentes para sus primeras aspiradas y la nicotina se acumulaba como una densa nube que dejaba su huella en cada poro del cuerpo.

La Torre Polar anunciaba la Navidad con el sempiterno arbolito verde en la azotea que se vislumbraba desde toda la ciudad y que servía de albergue a la cervecería La Cueva del Oso donde los carnavales eran muy festejados. Al lado, en la Torre Capriles, funcionaron tres lugares para encuentros con rica comida: Forum rodeada de espejos de agua con El Trigal de Soto a la vista de todos; El Mesón de la Tortuga con un público joven y en la mezzanina el King Pub, decorado al estilo escocés y para bolsillos mejor equipados. El cabaret y restaurante Tony, del recordado Tony Grandi era lugar de la nocturnidad donde se presentaban shows de artistas internacionales.

Más adelante, la especializada Librería Médica París era frecuentada por los futuros galenos para documentarse y por aquellos que sentían curiosidad por la ciencia. Al lado, La Gran Avenida, un pequeño centro comercial que tuvo personalidad definida. Allí estaban el cabaret Todo París, casi escondido en el primer rincón, con una diminuta marquesina que anunciaba el espectáculo de la escultural Diosa de Ébano, quien compartía el espectáculo con el coreógrafo de afrancesado nombre Eugene D´Arcy, ejemplares clásicos de la vida non santa. Las señoras encopetadas visitaban la lujosa tienda Troconis con porcelanas de Sajonia, Sevres y Meisen así como cristalería de Bohemia, Val y Silesia. Los comercios Krysthian y Reflejo´s, esta última de las hermanas Morreo ofrecía Lalique, Baccarat, Limoges y Royal Copenhague. Impresionaba la enorme araña de cristal, luego trasladada al Jockey Club en La Rinconada. En Gathmann Joyerías Unidas las máquinas del tiempo constituían la mercancía más preciada, siendo los exclusivos representantes de Longines. Mientras que de la puerta vecina salían los trajes de alta costura, pues allí se encontraba el taller de Luisa y Piera Ferrari que recibía los encargos de las mismas damas atendidas por el estilista Edouard en el salón contiguo.

La gran pastelería árabe con vitrinas repletas de mamul, kefne, baklava y un sinfín de delicias hacía referencia a una ciudad donde el racionamiento no se veía sino solo en películas. Al lado la arepera El Zorro lugar de nacimiento de la Reina Pepiada en honor a Susana Djuim, los mesoneros emulaban con su vestimenta al espadachín de California. En el techo de ese centro, un oso ártico, emblema de la cerveza Polar, daba vueltas constantemente y nos recordaba que somos un país cervecero. En las cercanías, dos bares de antología se disputaban los clientes amantes de las barras: El Chicote y el Tic Tac, de la belga Susy.

Una cordillera de hierro llamada edificio Los Andes
Considerada la construcción más sólida de Caracas, el edificio Los Andes es una estructura de puro hierro, a prueba de todo, edificado en 1954 orgullo de su constructor, un italiano de apellido Bocco. Un solo bloque con dos entradas de mármol negro, puertas de vidrio y bronce con sendas estatuas de gran valor ahora desaparecidas, luego de la invasión ilegal por hordas de ocupas y actualmente disfrazada de residencia para estudiantes.

En este emblemático edificio de cómodos apartamentos vivían familias europeas de clase media. Hugo Monte, un siciliano procedente de Argentina, tenía allí su taller y proveía el vestuario para obras de teatro y televisión, por lo que no era raro ver desfilar artistas que iban a probarse la ropa que los convertiría en personajes históricos o de carácter. En el apartamento convivían plumas, lentejuelas, pelucas y trajes de todas las épocas y países. En varias oportunidades alquilé algún disfraz para mis bailes de carnaval.

Los venezolanos no estaban acostumbrados a vivir en condominios tan altos, eso era una novedad en la moderna urbe de los años 50. Los vecinos de Los Andes resumían el melting pot en el que se estaba convirtiendo Venezuela: españoles, italianos, húngaros, checos, alemanes y más tarde argentinos, chilenos y uruguayos que huían de las feroces dictaduras del cono Sur. Una tienda especializada para boy scout, Wilco con artículos para caballeros, la joyería Radio City con “Mami” al frente del negocio y la farmacia Los Andes condensaban la actividad a la europea, con comercios en los bajos.

Estos inquilinos vieron crecer centímetro a centímetro la Torre La Previsora donde previamente, en los 50 y 60 estuvo un café muy chic llamado Vert Galant; el Salón Cantón, posiblemente el primer restaurante chino de la ciudad y una gran venta de pollo en brasa que hacía esquina. En la actual Torre Lincoln estuvo el restaurant Belle Vue, la fuente de soda y el automercado La Florida, al lado la Panificadora Caracas que introdujo los pancitos de banquete o pirulíes para hacer pasapalos.

Hacia el Este destacaba la fachada pseudomodernista con influencia art deco de lo que fue el teatro Radio City y en el alto “El Billar de Oro”, donde antes funcionó el night club “El rincón de ella”. Al pasar la calle Pascual Navarro, la parada obligada era en el Gran Café. En el pent house de ese edificio funcionaba el negocio de la famosa madama Manón, quien terminó sus días como el aria de Puccini: “sola, perduta, abbandonata”. No todos tenían acceso a este discreto y fogoso bulín con clientes de alto coturno, donde se mezclaban políticos, empresarios de nuevo cuño y farándula arribista. Su rival en la zona era la no menos famosa y muy solicitada cortesana Bianca, quien también era “productora independiente”.

El Gran Café, Piccolo Bar y El Colosseo tenían de vecinos comercios de alto standing: la sombrerería de Margot Meier y la zapatería Tartana; dos fotógrafos famosos: el belga Jacky y la rumano-venezolana Thea Segall, quien retrató a las comunidades indígenas del país; la londinense Carnaby Street que hacía furor entre los “pavos” porque allí encontraban el atuendo más in, con ese toque underground de la época. Al lado la joyería H. Fischbach y la galería de arte del Banap donde se dieron a conocer artistas plásticos que luego se cotizarían en el mercado del arte. En frente estaba el Bar B.Q Chicken con lo mejor de la pastelería austríaca, que en los años 70 se transformó en refugio de los exiliados del cono sur.

No se correspondía el enorme aviso de Savoy, que se podía observar desde muy lejos por su vistoso diseño, con el tamaño de la pequeña tienda donde delirábamos por comprar los recortes de chocolate, especiales para el matiné. Al lado, “Música y Arte” era el paraíso para los melómanos.

Allí vendían desde un piano Steinway hasta las más desconocidas partituras musicales y discos de todo género. En frente la pizzería Royal, la mejor del momento en competencia con La Vesubiana. A un lado el Pasaje Asunción su nombre oficial, pero mejor conocido como Callejón de las siete puñaladas o Calle del pecado con una sucesión de bares gay y lésbicos que se hacían la competencia. Hasta una imprenta estaba entre sus negocios. Este reducto es ahora un pasillo de artesanos con largas, olorosas y tiesas clinejas rizadas que recuerdan a los rastafaris.
Uno de los más famosos barberos de Caracas, Lino Marchetti abrió su barbería en el año 1956 en las Galerías Bolívar. Lino con sus 86 años todavía está activo y sigue siendo mi barbero, así como lo fue de Rómulo Betancourt, Ramón J. Velásquez y de Henri Charriere “Papillón”. Al fondo de ese pasaje que comunica con la avenida Francisco Solano López, estaba Le Coq D´Or que servía en su diminuta barra el mejor gin fizz que yo siempre repetía al igual que las coquilles Saint Jacques.

En frente, las exquisiteces Il Bottegone que luego se mudó a la cercana Torre Banvenez, donde funcionó La Bussola, el primer restaurante italiano de lujo de Caracas propiedad de Tomasso Rossi. El techo de este comedor, obra de la artista plástica Mirna Salamanqués, era un firmamento estrellado plagado de constelaciones. La oferta gastronómica era de altísima calidad y el servicio impecable. El baño de caballeros no tenía urinarios, al pisar las rejillas que cubrían el piso se activaba un mecanismo que hacía correr el agua por las paredes. Se convirtió en el sanitario de hombres más visitado por las mujeres para saciar su curiosidad. Al finalizar la comida, el amigo Tomasso se acercaba a los clientes consuetudinarios y con su característica voz ronca ofrecía, en una cucharita muy pequeña, una misteriosa pócima y nos decía: “Estas son Lágrimas de Cristo”, un licor de hierbas naturales con 90% de alcohol elaborado por monjes de la Certosa de Pavía, capaz de moler todo lo que habíamos degustado. Solo para gargantas valientes.

Siguiendo el recorrido, nos topábamos con General Electric, una enorme tienda con todos los artefactos de esta legendaria marca hasta donde llegaba el aroma de los golfeados de la vecina Pan 900.

En la calle El Recreo estuvo el club más privado de todos los que funcionaron en Caracas: Key Club. Los socios tenían una llave para entrar, idea de Mimmo Tombión, hombre de la noche, quien nunca imaginó que esto le traería bastantes enemigos ya que para los años 60 comenzaba a enraizarse un sentido de igualdad social en los criollos, por lo que reunir en su club a los que consideraba con suficiente clase para ser miembros le ganó muchos pleitos, pero la vieja aristocracia y la nueva clase empresarial lo apoyaron y se hicieron habitués de este local privado, donde se acudía para finalizar la farra, luego de una noche de gran gala o de un aburrido coctel. Seguramente alguno se escapaba al cercano apartamento de la Manón.

De la época de Mimmo, quien fundó más de 10 restaurantes, todos exitosos como Mimmo´s y L´Alberone que luego pasó a ser el Franco, también se recuerda a Tito Abadie, dueño y señor del francés Chez Abadie, en la esquina de Los Jabillos. No se puede dejar de mencionar, porque fue el mejor restaurante francés que conoció Caracas, el Héctor´s en la cercana avenida Casanova, de Héctor Prosperi quien se mantuvo invicto.

En la calle Unión todavía está el local de la antigua Pastelería Carmen, renombrada ahora con el eufemismo de “Deli”, que en la época era atendida por su dueña, la españolísima Carmen, de sempiterno y escultórico moño y collar de perlas quien desde la caja registradora supervisaba a un entrenado personal femenino, uniformado de cofia y delantal blanco impoluto, atento con las pinzas y prestas para servir a los cientos de dulces que se solicitaban por números marcados en las bandejas que se veían a través de los vidrios de las neveras. Sus rivales eran la Pastelería La Vienesa, Castellino, que además de cremosos helados ofrecía dulces de impronta italiana; La Ducal y la Panadería Oporto donde en época de Navidad exhibían un gigantesco pan de jamón en su gran vidriera. Allí vendían los mejores cachitos del momento, no tenían competencia.

A todo lo largo de la Calle Real de Sabana Grande, de nombre oficial Abraham Lincoln, una variedad de tiendas de moda, tanto de mujeres como para hombres ofrecían lo mejor en confección de ropa y calzados: Vogue, Wilco, Georges, Adam´s, Tony, Lucas y Rex para ellos y para ellas Milano Alta Moda, Balboa Fashion y Josy entre las elegantes, pero también más accesibles como Korda Modas, Tropicana, Gina y Selemar. Zapatería Taver y Calzados Ezio se peleaban la clientela. Hasta con una peletería contaban las caraqueñas para su ajuar. La más conocida fue Charm en la esquina de la calle La Iglesia, hoy Solano López con Los Jabillos. También la única concesionaria de Rolls Royce del país. Para novelas rosa y best sellers gringos estaba la librería Las Novedades y en textos escolares, Nuevo Mundo, todavía en pie y con las mismas dueñas.

Los niños no estaban exentos en este paraíso comercial porque varias tiendas de juguetes y piñatas fueron ícono para su deleite como La Piñata y el Bazar Delgado. Desde el año 1956 existe La Casa Mágica, primero en el centro caraqueño y luego en Sabana Grande con el gran Mago Henry y su hijo, también Henry, que continúa la saga de desaparecer objetos, adivinar naipes ocultos y sacar conejos de sombreros de copa.
El triángulo de las Bermudas de la Solano
El mundo intelectual de la naciente República del Este, cuando sus ciudadanos estaban sobrios, se movía entre las librerías Cruz del Sur de Cristina Guzmán; Summa de Raúl Bethencourt, Uno, Kuai-Mare y El Gusano de Luz donde se realizaban todos los bautizos de cuanto poeta, novel o consagrado escritor circulara por esos lares. Corría el año 1968.

Los bares, tascas y restaurantes diseminados por la avenida Francisco Solano López solían ser refugio para los ciudadanos de esta bohemia nación pero las sedes oficiales fueron Al Vecchio Molino, Franco y Camilo´s que conformaban el Triángulo de las Bermudas. Sus barras supieron de poetas, músicos, artistas, filósofos, periodistas, sociólogos y escritores de reputación quienes discutían acaloradamente, whisky en mano, de lo humano y lo divino. La poesía, el arte y la literatura vertebraban aquellos maratónicos encuentros, que de paso trataban de derrocar al régimen de turno, sea cual fuere. Siempre pululaba alguna que otra aspirante a actriz a quienes los republicanos llamaban “las doñitas”.

Recuerdo a personajes como Caupolicán Ovalles de enormes bigotes y eterno presidente de la “República”; Elías Vallés que con el premio de una lotería abrió el negocio para los muertos; Marcelino Madriz y Paco Vera Izquierdo los más ocurrentes del grupo; el joven William Niño Araque y su inseparable Oswaldo Trejo; Adriano González León y su país portátil bajo el brazo; el poeta Luis Pastori, el pintor Hugo Baptista, Manuel Matute, Ludovico Silva, Orlando Araujo, Manuel Alfredo Rodríguez, Junio Pérez Blasini, Francisco Massiani, Nicolás Piquer, Pastor Heydra, Manuel Caballero, entre los republicanos más acendrados. De las pocas mujeres, la crítico de arte Miyó Vestrini y haciendo pininos en la intelectualidad, Ivanova Decán.
Las mesas y barras como epicentro
No podía faltar en este recorrido los sitios para comer y mejor beber, algunos excelentes, otros regulares pero con buenas barras para empinar el codo y el resto no vale la pena ni mencionarlos.

La mayoría de la oferta culinaria era española e italiana. En la primera abundaron las tascas en franca lucha con las de Chacao y La Candelaria, pero también muy buenos restaurantes españoles como Las Cancelas, La Cibeles, El Caserío, La Giralda, El Viñedo y El Lagar con una sidrería.

Siempre han descollado en el rubro hispano Urrutia y La Huerta que se mantienen en el mismo lugar, con el mismo ambiente de alborozo y mejor comida. La Caleta todavía existe, su paella fue muy codiciada en otrora tiempo.

Entre los italianos sobreviven Da Sandra con su oferta de pastas y las mismas salsas de toda la vida; Da Guido con el bullicio de siempre. Se recuerdan Gaeta y la pizzería La Vesubiana. Un comedor chino como el Kung Hey -nunca me perdía la sopa mongolesa- en la prolongación sur de Las Acacias, allí conocí a Yuman Lee Wong quien luego instaló su recordado Chez Wong en la Solano López, lugar de aprendizaje en los picantes sabores de Szechuan y Hunan, ahora en la Plaza La Castellana. Los mejores sándwiches árabes en Amira. Todavía se mantiene dando la batalla La Soledad con comida libanesa. Hasta un vegetariano, Delicatesses Indú, donde había que conformarse con una bebida de yogurt, cero alcohol. Lo criollo estuvo bien representado en Jaime Vivas. Todavía sirven comidas a la carta y menú de sopa, seco y jugo en La sartén de plata y Sorrento.

También en la Solano López estaba el cabaret Versalles, luego Le Point, con decoración afrancesada y mucho espejo para dar la sensación de lujo. Imposible olvidar El maní es así, verdadero templo caraqueño de la salsa. Transportándonos a otras latitudes, en la calle El Cristo funcionaba Seoul, un pequeño restaurante de picante comida coreana, frecuentado por la delegación diplomática de ese país, lo que garantizaba la autenticidad del menú.
La Casanova


Así, a secas, esta avenida es parte del eje de influencia de Sabana Grande. Aunque parezca raro, cercana a la Calle Real, siempre tuvo una personalidad definida. La Casanova tenía el estigma, bien ganado, como zona de tolerancia por ser la calle de las caminadoras, quienes hicieron su “agosto” cuando eso era un negocio callejero, pero al aparecer sus colegas de catálogo, la calle dejó de ser rentable y se tornó altamente peligrosa.

Durante muchos años en un solar baldío de la Casanova había un enorme aviso que rezaba: “Aquí se construirá el hotel Gran Meliá Caracas” y pasaron varios años hasta que finalmente ese anuncio se hizo realidad con un hotel cinco estrellas que constituye un oasis de confort y lujo en medio de la zona lo que le dio alto valor al vecindario junto al Centro Comercial El Recreo. Recuerdo que en ese terreno había una pista de carritos go-kart, donde prácticamente aprendí a conducir.

Anteriormente la primacía comercial la ostentaba el Cedíaz, de Celestino Díaz donde funcionó el bar de ficheras Club Pom Pom y en el sótano, una gigantesca discoteca llamada La Pelota con decoración beisbolera y mucha cerveza. En la esquina de la calle Villaflor, un aviso de neón anunciaba el Tropical Room cuya letra T era una palmera en verde fosforescente, lugar para el deleite de los amantes de la parrilla, aunque el local estuviera inundado por el humo. Hoy es El Arabito que vende pitas, dulces y pizzas aunque el servicio entroncó hacia el fast food. Todavía se consiguen bolas de shanklish recubiertas de zaatar y tahine.

Para pastas frescas, el imbatible y eterno Da Pierino con la simpatía de su dueño y la variedad de rellenos que aún ofrece a su ya antigua clientela, entre los que me cuento. Muy cerca un griego fabricaba el mejor yogur que jamás he probado, de auténtica receta helénica, por eso no envejecíamos. A pocos metros la fachada pseudorenacentista del Hospital San Juan de Dios abría sus puertas todos los diciembres para que el público pudiera admirar el más grande y hermoso pesebre de la ciudad.

En el Centro Comercial Chacaíto finaliza este recorrido por la Sabana Grande de varias épocas. Este emporio de comercios y tiendas todavía mantiene su personalidad arquitectónica a pesar de estar cerca del medio cupón. Albergó Estudio Actual, galería de Clara Diament de Sujo, inaugurada con una exposición de Marcel Duchamp. Amén de comercios de lujo, discotecas de avanzada, el piano-bar Ducke´s Pub con el legendario Pat O´Brien sentado todas las noches frente al teclado donde fui asiduo cliente durante muchos años; el exclusivo Le Club; en el Hipocampo se bailaba al compás de la orquesta de Renato Salani; las emblemáticas fuentes de soda Le Drugstore, Ovni y Papagallo y las librerías La France y Lectura. En frente, en el edificio Askain, vivía Henry Charriere, el conocido Papillón, quien en 1958 abrió el Gran Café.

Diagonal funcionaba el teatro Broadway con un proscenio rodeado de doradas bailarinas, esculturas de Cornelis Zitman. Esta sala de cine, inaugurada el 13 de septiembre de 1951, ahora convertida en un templo dizque para “dejar de sufrir” tenía como vecino un modesto restaurante donde finalizábamos la juerga en la alta madrugada degustando una muy caliente sopa de cebolla con parmesano y todo, al precio de 5 bolívares. Allí se cumplía al pie de la letra la “Fiesta” de Joan Manuel Serrat:

Y hoy el noble y el villano / el prohombre y el gusano / bailan y se dan la mano / sin importarles la facha. Se acabó / el sol dice que llegó el final / por una noche se olvidó / que cada uno es cada cual.

Fuente El Estímulo

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Originally posted 2016-09-08 15:39:21.