defensores, guacamayas, Caracas
Las reinas absolutas del cielo caraqueño cuentan en tierra con numerosos aliados que las protegen, alimentan y admiran. Varios de ellos comparten qué significa tenerlas como visitantes diarias y cómo colaborar para asegurar su supervivencia
Cuenta la leyenda que cada vez que un señor italiano salía con su moto a pasear, en la Caracas de finales de los 70, un fiel guacamayo lo escoltaba en vuelo bajo a todas partes. Aquella estela entusiasta de brillantes plumas azules y amarillas causaba sensación, casi como si fuese un papagayo atado con un pabilo invisible al rugido de aquel motor que bajaba todos los días de Colinas de Bello Monte. Muchos vecinos aún atestiguan cómo aquel espectáculo mágico paraba el tráfico e incluso llegó a causar un par de choques por distracción. No pocos le atribuyen a aquel italiano el crecimiento de la población de guacamayas que hoy surca los cielos de la capital.
La leyenda no solo sigue viva. También es cierta. “Pancho llegó un día a mi ventana y venía todos los días a visitarme. Después empezó a seguirme volando al lado de la moto. Tenía un vuelo muy preciso: como se acoplaba a la misma velocidad a la que yo me desplazaba, había gente que me preguntaba si era que yo lo dirigía con un control remoto o algo así”, dice risueño el carpintero genovés Vittorio Poggi, aún motorizado y aún amante de estas aves. Pancho y él se adoptaron mutuamente, siempre sin barrotes de por medio. “Se apegó mucho a mí y a veces era un problema salir de la casa para llegar a un sitio al que él no pudiera ir. Si no quería que me siguiera, tenía que estacionar la moto en la panadería y ponerme encima otra ropa, un sombrero, lentes oscuros y salir por otra puerta para que Pancho no me reconociera. Un día se metió volando en el banco a buscarme mientras cobraba un cheque y se me posó en el hombro. Salimos juntos en la foto”.
Pancho consiguió una novia, Doris. Una guacamaya de sus mismos colores y con un noble defecto: era tan dócil que, cuando se adentraba en las casas de gente no tan libertaria como Poggi, terminaba presa por temporadas. Así, el fiel Pancho, que jamás la dejaba sola –las guacamayas son monógamas de por vida– solía terminar también enjaulado. “Más de una vez me tocó ir por toda la urbanización gritando: ¡Pancho, Doris!, y como me reconocían la voz, desde algún balcón me respondían. Así las rescataba”. Por otras guacamayas que también lo frecuentaban, Poggi llegó a ofrecer recompensas en avisos de prensa y anuncios radiales. También llegó a meterse furtivamente en patios ajenos para salvar de un cautiverio seguro a aquellas que se caían, eran capturadas o no volaban bien.
De tales idilios escandalosos nacieron en libertad unos cuantos pichones en la azotea del edificio del carpintero, que –junto con los que compraba para liberar y los que le regalaban porque estaban heridos o sus dueños no podían mantenerlos– comenzaron a llenar de color el cielo caraqueño. Con los años, Poggi se mudó a las afueras de la ciudad y aún allí sigue contando con estas visitantes y algunos inquilinos fijos con fallas de despegue. “Sería falso y exagerado decir que yo crié a todas las guacamayas de Caracas porque no fue así, pero este país nos ha dado mucho y lo mínimo que uno puede hacer es retribuirle al menos un poquito. Yo ayudé en ese aspecto y creo que hice algo bueno, pero no excepcional”. Además de haber sido paracaidista en el servicio militar italiano, el amor por el cielo no parece ser lo único que asemeja a Poggi con estas aves. “Más especiales son los 58 años que llevo con mi mujer”.
Gritonas pero agradecidas. A Carmen Borges la bautizaron desde muy pequeña como la Blancanieves de su casa: adonde llegase, siempre la rondaban los pajaritos. Aunque su familia coleccionaba canarios, a ella le chocaba verlos presos y se las arreglaba para soltarlos. Quizás por ese buen karma acumulado, muchos años después, las guacamayas empezaron a aparecerse en su balcón sin previo aviso. Lo que comenzó hace tres años como una cortesía de esta productora audiovisual y terapeuta de reiki para alimentar a pajaritos pequeños, terminó sorprendiéndola con estas nuevas turistas.
“Les pongo comida todos los días en mi balcón y se posan en las mañanas y en las tardes. Cuando vienen pocas, son cuatro o cinco, pero mi vecina ha llegado contar 27”, apunta. “Yo no dejo de hacer mis cosas solo porque ellas vienen. De hecho me he ido de vacaciones por 20 días, asumiendo que al regreso ya no se van a acordar de mí, y dicen los vecinos que cuando yo no estoy siguen de largo, pero que conmigo vuelven. Recibirlas es un privilegio rico que disfruto mucho”. Con paciencia maternal, Borges les sirve cambures y les ofrece los maníes en concha que incluso algunos vecinos le regalan, conscientes del costo que representa mimarlas pero agradecidos por el espectáculo de ver de cerca a estas flechas de colores. “Me han escrito de otros países pidiéndome que les atrape guacamayas y se las venda. Me he negado siempre, por supuesto”, explica. “Me dicen: ‘usted no entiende, le estoy ofreciendo un cheque en blanco’. Y yo les respondo: ‘eso no tiene precio. El que no entiende es usted”.
La mirada al cielo. La cámara está siempre lista y encendida sobre la mesa del comedor. Cuando la fotógrafa Mabel Cornago escucha de lejos el canto indiscreto de estas aves a las 7 a.m., corre a la ventana con la misma emoción de una niña de cinco años, más que lista para retratarlas. Desde hace tres años su lente las ha captado en todos sus ángulos y facetas, bien desde su edificio o desde el Parque del Este, siempre majestuosas y libres. Su perfil de Instagram –@mabelcornago– es una exposición permanente de alas abiertas y tornasoladas que no necesitan filtros ni retoques, con casi 11.000 seguidores que protestan cuando publica cualquier otra cosa.
Cornago sueña con hacer un cuento que le enseñe a los niños a cuidarlas y un sitio web para ofrecer en venta las fotos que muchos le piden para adornar sus hogares. Recibe a diario muchos comentarios de agradecimiento por compartir sus imágenes, pero el que más me ha tocado es el de una seguidora que ahora vive fuera del país. “Esta persona se llevó consigo a su mamá, que tiene Alzheimer, y me dijo que a la señora le ha costado mucho adaptarse a ese nuevo ambiente. Que siempre estaba nerviosa y lloraba mucho, pero que lo único que la relajaba y la hacía sonreír es ver mis fotos de guacamayas porque le traen algún recuerdo de algo bueno”, dice conmo-
vida. “No creo que exista un caraqueño que no sonría o no se emocione cuando las ve pasar. Necesitamos mirar más hacia arriba. Antes los humanos las encerrábamos para poder verlas de cerca y ahora pasa lo contrario. Son completamente libres y han hecho suya una ciudad que para nosotros se ha vuelto muy peligrosa. Como sienten que las tratamos bien, ahora son ellas las que se acercan hasta nuestras jaulas para alegrarnos”.
Todos estos años tampoco han oxidado la admiración de Vittorio Poggi. Unas cuantas de esas aves son conocidas suyas, pues muchas logran vivir más de 50 años. “Son sumamente inteligentes y muy curiosas. Cuando las veo volando por todas partes siento una gran felicidad… Y también me dan muchas ganas de gritar ¡Pancho!, a ver si me responde”.
Las más comunes
La especie que más abunda en Caracas es la de plumaje azul y amarillo, denominada Ara ararauna. También se ven ejemplares de las llamadas “cabezonas”, de color rojo vino; las “bandera” –Ara macao: amarillo, azul y rojo– y las Ara severus, verdes con toques azules y rojos. Sus lugares favoritos para anidar son los troncos de los chaguaramos: por eso residen en zonas como el Parque del Este, Los Próceres, El Cafetal, La Castellana, Los Palos Grandes, Prados del Este, Macaracuay y el embalse La Mariposa. En estado silvestre disfrutan comer mangos, semillas de jabillo y de chaguaramo.
Muchas de ellas se han desplazado al valle caraqueño por la deforestación de áreas verdes en ciudades vecinas para construir nuevas urbanizaciones. Otras fueron mascotas que escaparon. La fundación Plumas y Colas en Libertad (www.plumasycolasenlibertad.com.ve), dirigida por Grecia Marquís, propuso en 2007 un plan ecológico llamado Guacamayas Serpentinas de Caracas para facilitar la nidificación de estas especies y, con ella, su reproducción. Luego de efectuar un estudio de impacto ambiental avalado por el Ministerio del Ambiente y la Fundación La Salle, Marquís y su equipo instalaron desde 2008 doce nidos artificiales en El Cafetal, de los que hoy permanecen nueve. En 8 años han nacido en ellos más de 60 guacamayas que sobrevuelan la capital todo el año.
¿Qué no hacer?
“No está mal que la gente quiera que las guacamayas la visiten, pero hay algunas recomendaciones que recalcamos para protegerlas”, explica la veterinaria Grecia Marquís. La primero es no tratar de tocarlas ni darles comida con la mano, sino guardar cierta distancia. También sugiere no incitarlas a entrar a la casa, ni instalar los comederos bajo techo.
“Lo que buscamos con esto es que no se acostumbren demasiado al contacto estrecho con los humanos, porque aunque uno puede apreciarlas en libertad con respeto, no todo el mundo puede tener las mismas intenciones y aprovecharse de esa mansedumbre que ellas aprendieron para atraparlas y venderlas. Si las guacamayas nos pierden ese miedo, cualquiera cierra una ventana y las captura. Por su bien, lo que se busca es que en todo momento estén a cielo abierto y sobre todo no humanizarlas”.
La alimentación también debe ser natural. “Podemos ofrecerles frutas –cambur, mango, lechosa– y distintos tipos de semillas, que es lo que comen en estado salvaje. No se les debe dar pan, galletas ni harinas en general porque no les caen bien”, acota la experta.
El club de fans
El grupo de Facebook Guacamayas en Caracas supera los 3.300 miembros. Allí, un variopinto colectivo de admiradores de estas aves comparten anécdotas, fotos y consejos, que van desde a cuál especialista llevar a un pájaro herido o cómo auxiliar a un pichón, hasta dónde conseguir más baratas las frutas y semillas para consentirlos. Valentina Cristovao es diseñadora gráfica y una de las administradoras de esta comunidad, creada hace unos cinco años por Mercedes Sergheiev y Alejandra Álvarez.
¿Qué tienen de especiales estas aves? “En medio del caos, ellas unen a muchos caraqueños porque son animales apasionantes. Poco a poco nos hemos ido sumando cada vez más para protegerlas y nos emociona ser espectadores de cómo han ido creciendo las bandadas que visitan a diario nuestras casas. A la mía han llegado parejas que luego vienen a traer a sus pichones y es como si conocieras a tus nietos”. Cristovao se mudó a Chile hace seis meses y desde allá suspira por no poder ver a diario a sus amigas emplumadas. Comparte que verlas llegar es siempre una alegría. “Son la mejor terapia. Puedes estar estresada, triste o de mal humor, pero cuando se posan en tu ventana te sacan enseguida una sonrisa. No hay sentimientos malos cuando ellas te acompañan. Perciben la naturaleza de las personas que las reciben, y si logras una buena relación con ellas, te visitan siempre”.
Fuente Todo En Domingo
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