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Diego Rísquez es uno de los mayores exponentes del cine venezolano. Actor en ciernes, optó por dibujar con su cámara lo que el lienzo no podía contener. Acercó lenguajes estéticos en cada una de sus producciones que formaron parte de una evolución constante de su expresión, hasta apuntar en 2018 a contar la crisis en una pantalla. Pero la salud se le hizo finita aunque su ánimo nunca decayó y su reclamo por un mejor país tampoco. Fallecido el 13 de enero, dejó escuela y legado
Tres etapas marcaron su obra, una estética la selló. El cine del venezolano Diego Rísquez es, además de su testimonio vigente, muestra de la evolución del séptimo arte criollo. “Si hay una constante en mi filmografía, es que en todas mis películas estoy buscando una identidad del país, una inquietud de buscar en nuestro pasado para entender nuestro presente. Quiero que nuestra filmografía hable de nosotros y si alguien ha sido pionero en visitar cinematográficamente el siglo XIX, he sido yo”, dijo en 2011 a la revista Sala de Espera cuando estrenó Reverón, considerada por la crítica el pináculo de su filmografía y personaje de quien él se consideraba un fanático, tanto que hasta buscó recrear la luz de sus pinturas en sus encuadres de la gran pantalla.
Realizador de cine enamorado de las artes plásticas, llegó a decir que sustituyó el pincel por la cámara. Rísquez nunca dejó de experimentar en celuloide lo que el lienzo, inmóvil, no le permitía mostrar. “Diego es el mejor cineasta experimental del cine venezolano. Es un indeleble. Nadie le llega ni cerca”, lanza el crítico Sergio Monsalve. Y no para: “en Estados Unidos está David Lynch, y el equivalente en Venezuela es Diego Rísquez”.
Diego Rísquez Cupello -tío de Devendra Banhart, por cierto- nació en Juan Griego, en la isla de Margarita, el 15 de diciembre 1949. Vivió en en Italia, Suiza y Estados Unidos, pero siempre volvió a Venezuela. En Caracas, estudió en la Universidad Católica Andrés Bello y allí debuta, en 1971, con su primera participación teatral, una versión satírica de Hamlet, dirigida por el profesor Antonio Oliveri. También se formó con Levy Rossell en actuación e hizo teatro de calle con el grupo Tiempo Común, de Hugo Márquez. Fueron dos años que casi lo convencen de dedicarse a la actuación. Pero la cámara lo llamaba. Hizo El entierro de los valores (1970) y El misterioso secuestro de las gafas negras (1973). Ese mismo año 1971 formó el Grupo Semilla, una iniciativa de los estudiantes de Comunicación Social para hacer de la imagen el foco de su expresión, en vez de la palabra escrita predominante en las aulas. Sus aliados, Carlos Oteyza, Alberto D’Enjoy y Gonzalo Ungaro. Su primera cinta, Siete notas, tuvo a Rísquez como protagonista.
En 1973 fue vinculado al famoso “caso del niño Vegas”, pasó por la cárcel y salió del calabozo para irse del país en 1974. Entonces vivió en Francia (formó parte del Teatro N de París) e Italia, donde trabajó como fotógrafo. Regresó a Venezuela en 1975 ya convencido de manejar él la historia detrás de la cámara, y comenzó su primera etapa cinematográfica, enmarcada en un rabioso underground de expresión abstracta. Fue un pionero del género performance. Entonces firmó A propósito de Simón Bolívar (1976), Poema para ser leído bajo el agua (1977) y A propósito de la luz tropical (1978) -filmado en El Castillete de Reverón con las muñecas originales. “Era un arte que él llamaba Multimedia y terminó siendo anticipo de todo lo que hoy vemos en redes sociales, por ejemplo haciendo una pieza que luego se expuso en la Cinemateca Nacional titulada A propósito del hombre de maiz (1979). Fue una etapa importante, pero siguió adelante”, añade Monsalve.
Estudioso de su director venezolano favorito, el también director de Espacio Arte que transmite Vale TV, define la segunda etapa de Rísquez por su trilogía de la K: Bolívar, sinfonía tropikal (1979) -que reproduce la iconografía patriótica según pinturas de Tito Salas, Centeno Vallenilla, Juan Lovera, Martín Tovar y Tovar, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena-, Orinoko, nuevo mundo (1984) y Amérika, terra incógnita (1988). “Allí comienza a tener proyección internacional y aquí conquistó a la crítica y se proyectó muy bien. Esa película de Bolívar además tuvo una segunda y una tercera vida gracias al estreno en Cannes (en 1981 y 1982), en 16 mm porque fue inflada de sus originales 8 mm”. Las otras dos películas también se exhibieron en Cannes, fueron reseñadas todas por Cahiers du Cinema y lograron estrenos en pantallas de París y otras grandes urbes del mundo, como Nueva York.
En la “década perdida”
Fueron los años 80, una década en la que Rísquez se convirtió en superochero, impulsando “el movimiento de vanguardia más importante del cine nacional y el único internacionalmente reconocido”, según Monsalve. Se realizaron eventos, festivales, proyecciones continuadas. El país vivía el formato mínimo como una posibilidad de hacer más cine y más juegos con la imagen.
Bernardo Rotundo, presidente del circuito Gran Cine, recuerda aquellas obras “experimentales y artísticas” como la carta de presentación de Rísquez. “Era un cineasta más vanguardista donde había poca audiencia, o poco público, de nicho. Fue su gran cualidad, su puesta en escena y su trabajo plástico y escenográfico de la dirección de arte”, dice el promotor cultural a propósito de una etapa que hizo crisis en los años 90. “Allí fue muy cuestionado, criticado. Estrenó Karibe kon tempo (1994) y fue demolida por la crítica”, cuenta Sergio Monsalve y rememora un chiste: se decía que Diego en vez de gritar ‘¡Acción!’ les decía ‘¡Quietos!’”. La cinta, su primera en 35 mm y con diálogos en situaciones contemporáneas, fue su primera gran transición y el único título en toda la década.
Pero Rísquez no se quedaba así de inmovil. Fue una década de profundo trabajo gremial y de jugar en otros escenarios. “Él llegó a ir a sitios a enfrentar a las críticas underground, a los cine clubes, y allí comenzamos a conocerlo a finales de los 90. Comenzó a reinventarse en medio del debate que sufría su trayectoria. Hubo una introspección”, dice Monsalve.
Rísquez fue director de arte en cinco largometrajes venezolanos: Roraima (1993) y La voz del corazón (1997) de Carlos Oteyza, Piel (1997) de Oscar Lucien, Salserín, la primera vez (1998) de Luis Alberto Lamata, y una adaptación de Doña Bárbara dirigida por Betty Kaplan nunca estrenada. Lo mismo hizo en tres producciones francesas realizadas para la televisión. Junto con estos trabajos se cuentan dos más, como actor, en los largometrajes venezolanos Tierna es la noche (Leonardo Henríquez, 1990), que protagonizó, y en la misma Roraima.
Además, Rotundo explica que, también, el realizador se incorporó a las labores gremiales hasta comenzar el siglo XXI como dirigente. “Estuvo varios años presidiendo la Asociación Nacional de Autores Cineatográficos y no solo estuvo pendiente de desarrollar su obra sino siempre vinculado a la organización, a participar en el diseño de las políticas públicas para el cine”. Por otra parte, se dedicó al teatro, como director de arte de varios montajes, algo que se extendió durante la siguiente década, trabajando, por ejemplo, con el Grupo Actoral 80.
La reinvención
“Cuando hice Manuela Sáenz (2001), ella era sólo un nombre sin rostro para muchos venezolanos y Beatriz Valdés, luego de mi película, se convirtió en ese rostro para las masas, allí redescubrieron un personaje. Creo que el arquetipo de Reverón se va a desmontar con esta película”, dijo Diego Rísquez a Sala de Espera en 2011. Y llevaba razón.
Fue un cambio en la percepción cultural e histórica de la nación, pero también un avance en su propia carrera cinematográfica. “Allí comenzó su época más masiva. Sus obras comenzaron a ser pensadas para un público con más audiencia”, dice Bernardo Rotundo. “Ya no eran solo homenajes a cuadros de Goya, sino que el barroquismo tenía voz propia. Comenzó a ponerle texto a sus películas con Leonardo Padrón y su aceptación en espectadores y la crítica cambió”, confirma Monsalve.
Le siguió Francisco de Miranda (2006), también escrita por Padrón, hasta desembocar en Reverón (2011), que escribió junto a Luiggi Schiamanna y Armando Coll. “Siempre me sorprendió su absoluta libertad en el trabajo. Era un creador con libertad estética, conceptual, dramatúrgica, que le hacía tener un estilo muy propio. La estética abarca mucho, pero siempre he pensado, incluso viéndolo trabajar, que era una persona que estaba pendiente de los detalles a la hora de construirla. Era un director que tenía muy claros los bordes de cada uno de los cuadros que armaba con la cámara. No estaba solamente pendiente de lo que pasa en el centro de la acción, sino de cómo enmarcaba cada uno de sus cuadros, y en su cine es muy placentero ver hacia los lados de la pantalla”, dice Héctor Manrique, quien actuó en dos largometrajes de Rísquez: Reverón y El Malquerido (2015), la vida de Felipe Pirela, otro de los personajes que lo obsesionaba, como llegó a confesar.
Pero además son productos donde los cameos son tan interesantes como los cuadros completos. Él mismo sale en Miranda pintando in situ el famoso cuadro de la firma del acta de la independencia mientras Pedro León Zapata, Alfredo Chacón, Tulio Hernández, Tarek William Saab, Carlos Genatios, Adbel Guerere, Julio César (III) Venegas, Luis Chataing y Bernardo Rotundo, entre otros, hacen cola para firmarla; así como un magistrado del Tribunal Supremo de Justicia disfruta de un cabaret en El Malquerido. Cine kitsch.
“Había que estar muy despierto porque en el set él estaba muy vivo, constantemente proponiendo cosas. Recuerdo una escena con Iván Tamayo que la hicimos varias vevces porque no las proponíamos de maneras distintas y las probamos todas. Diego te hacía sentir muy libre y eso no es muy común, lo cual habla de una enorme claridad de lo que quieres, porque puedes recibir abiertamente cualquier propuesta. Era un director muy estimulante, con todo el equipo”, relata Manrique al calificar sus experiencias como “aprendizajes”.
“Diego es un director que tiene todas las imágenes en su cabeza y crea espacios y ambientes que funcionan como personajes. Es muy hermoso, hace que ese ambiente trabaje a favor del actor. Siempre sentí que, en la experiencia que tuve con él, estaba muy pendiente del conjunto, pero también de como nos sentíamos con lo que estaba sucediendo”, completa Sócrates Serrano, quien también participó en la biografía fílmica de Felipe Pirela.
Serrano desliza una anécdota: Rísquez le permitió usar unos objetos que había propuesto y no estaban en el guión durante una escena, “así se mete en el personaje”, dijo a producción. “Sheila (Monterola, actriz) y yo planteamos un vínculo entre Mamá Lucía y mi personaje que no aparece en la cronología histórica. Diego se divertía con eso. Lo cuestionaba para ver hasta donde llegábamos con eso”, rememora y cuenta que “hay una escena en la película en la que a Mamá Lucía le dicen que murió Pirela y quien da la noticia soy yo. Están todos los personajes allí. Diego plantea la escena en un patio donde colgaba las sábanas y entrábamos entre ellas. Me parecía complicado, pero entendí que era una metáfora a un tema celestial. Cuando vi la toma como quedó entendí su obsesión por la estética y darle un valor a la imagen. Él veía la película completa, the big picture”.
Con las tres películas de personajes históricos venezolanos, Diego Rísquez confirmó que del underground podía nacer cine “comercial”, pero de cuidada estética. “Yo, con la película Manuela Sáenz si quería, por fin, llegar a un mayor público y tenía la intención de hacer una película que fuera más accesible; para la tía, la abuelita, para el primo, para la señora de servicio, que tuviera un lenguaje más accesible. Antes de eso, yo pensaba que había que elevar el gusto del espectador venezolano y todavía lo sigo pensando. Que de alguna forma uno sirviera de escalón. Y con escalón, me refiero a que en la medida que yo fuera proponiendo distintos lenguajes en el cine, históricamente quedara: bueno mira, hay un cineasta que se llama Diego Rísquez que de alguna forma trató de buscar un lenguaje personal, un lenguaje propio, trató de investigar en el lenguaje cinematográfico haciendo películas que reflejaron la identidad venezolana y eran películas que tenían un lenguaje muy particular”, decía en 2002, como lo recuerda Ninoska Dávila, promotora del cine nacional.
“Es el único cineasta de Venezuela que ha dado esa transición, y me atrevo a decir que en América Latina. Llegó a hacer películas muy rentables”, apunta Monsalve. Y luego vino la vida de Felipe Pirela, el trabajo con “Chyno” Miranda, y otra transición.
Su último acto
En 2017, el realizador preparaba un proyecto con el cantante urbano titulado Guaicaipuro, pero el tumor cerebral lo hizo bajar el ritmo. “Yo antes pensaba hacer la película de Guaicapuro, pero por mi condición física no puedo esforzar tanto mi cuerpo. Estoy en quimioterapia desde hace un año y la situación de la selva es una cosa muy dura, requiere de muchos cuidados. Por tal motivo, decidí hacer una película más íntima, más tranquila”, le dijo a Versión Final a mediados de 2017.
Entonces, también reveló que trabajaba en una cinta que que hablaría sobre el país del presente y no solo el ya pasado. Una película que reflejaría “el tormento que estamos viviendo en este momento”, con libreto hecho a cuatro manos con Roberth Gómez. “Se trata de una historia de amor que mezclaré con la realidad de Venezuela y el mundo”, decía.
Sería el reflejo en pantalla de un hombre que dijo sus críticas sin cortapisas. “Yo tengo relación con gente que tiene distintas formas de pensar, yo me puedo reunir con Carlos Azpúrua -cineasta afecto al oficialismo, y de quien fue gran amigo- y decirle lo que pienso, y él no se va a ofender por lo que yo diga, y viceversa”, dijo a El Universal en 2013. En 2016 emitió una carta pública a Nicolás Maduro donde le decía que “el soberano puede dejar de comer una arepa un día, o dejar de tomar café, pero que el Estado no pueda garantizar la salud a sus ciudadanos es inadmisible”.
Así era el “Comandante Guakamaya”, como se hacía llamar. Su amiga Karina Gómez, presidenta de la Fundación para el Desarrollo para las Artes y la Cultura que organiza el Festival de Cine de Mérida, lo recuerda como “un todopoderoso, con niveles de energía increíble, vital”, creador de películas que son un reflejo del color del trópico. “Enfrentó su enfermedad con toda la gallardía del mundo. Siempre insitía con que no nos preocupáramos. Nosotros, sus amigos, lo regañábamos, ‘no salgas, no te montes en moto’. Era un luchador, un artista”.
La filmografía de Diego Rísquez queda como cátedra y escuela en Venezuela, incluyendo “la reinvención de los próceres, que no era acatonados como los quiere el chavismo. Recordemos que Miranda, que era la revisión de los fantasmas de su realizador, con sus alter egos que erotizaban a la gente, fue cuestionada por ser libérrima y respondida desde el poder con otra versión (con Miranda Regresa, de Luis Alberto Lamata, producida por la Villa del Cine). Ese es el gran aporte, una mirada no convencional a la iconografía”, apunta el crítico Sergio Monsalve agregando a la fórmula “su forma de representar y acercar los lenguajes de la pintura y el cine”. Por eso, confía, en que “la filmografía de Diego hay que protegerla y se va a revalorizar”.
Fuente El Estímulo
Diego Rísquez, cámara, convertida, pincel, cine venezolano