Carlos Rengifo, spiderman, Caracas, skywalking
Una “moda rusa” cambió la vida de Carlos Rengifo, el único que hace skywalking en el país. No teme al precipicio, se abraza a él. Desafía al peligro y también a la muerte, al tiempo que busca la perspectiva tanto más original como peligrosa que eternice los momentos en los que camina por el cielo
Cuando se es capaz de lo imposible, el básquet o la natación no son suficientes. Carlos Rengifo hace lo que nadie con sentido común haría. Coquetea con la muerte al ras del precipicio a varios, muchos, metros de altura. Practica skywalking, disciplina que consiste en subir a los edificios más altos e inaccesibles del planeta y conseguir una foto que retrate tanto la belleza del paisaje urbano, como la hazaña. Y aunque esto en sí mismo es suficientemente difícil, los creyentes más osados de la modalidad retan aún más a las alturas y confían su vida a la fuerza de sus brazos o piernas. ¿Vértigo? No. ¿Miedo? Algo. ¿Adrenalina? Mucha.
Carlos sopesa variables. Se preocupa por la velocidad del viento y evalúa la calidad de los materiales a los que va a asirse. La belleza del resultado también importa. Busca la mejor vista y produce la fotografía. Su trabajo también tiene mucho de investigación. Colarse hasta lo más alto de la Torre Este de Parque Central —la quemada— amerita pericia y observación. Este chamo criado en Caucaguita, Petare, lo hizo el 18 de enero de 2014 y lo repitió en diciembre de 2016. Antes de su primera incursión visitó el complejo cinco veces. Vio donde se encontraban las puertas y salidas, se fijó en el horario de los trabajadores, en la ubicación de los ascensores y en la hora en la que termina de desocuparse el rascacielos. El más alto de Venezuela, con sus 255 metros, y alguna vez —junto a su gemelo— el de mayor altura en Latinoamérica. La indagación dio resultado. Ese día no halló ningún obstáculo en su recorrido hasta la cima. “No burlé nada. No rompí candados, ni forcé cerraduras. Todo eso estaba abierto”.
Recuerda que eran las cuatro o cinco de la tarde, y permaneció arriba “haciendo lo suyo” alrededor de cinco horas. “Había que aprovechar el momento”, acentúa. En la cumbre de esa torre hay una espiga que simboliza la espada de Bolívar, Carlos se agarró de la grúa que la estaba instalando para “hacer bandera”: su cuerpo quedó suspendido en el aire, en perfecto horizontal. No hubo arnés, mucho menos una red que amortiguara la caída. Solo Carlos, su habilidad, una cámara y algunos pocos testigos, ninguno tan atrevido como él.
El arte del movimiento
Al petareño no le basta con subir hasta las esquinas más vertiginosas de los rascacielos. Camina o corre por sus bordes, se para de manos al filo del concreto y brinca de espaldas sobre su propio eje. Él dice que no teme a la muerte. Todo lo contrario, para Carlos lo que hace es vida. “No me da miedo. Bueno, no y sí —titubea—, hay un golpe de adrenalina que me emociona, me entusiasma y el miedo desaparece. En ese momento el miedo es en lo que menos pienso”. Lo que definitivamente no hay es vértigo: “Nada. Cero”.
Empezó con el skywalking a los 20 años de edad. Hoy tiene 23. Ningún deporte tradicional lo satisfacía. A los 18 años conoció el parkour y luego el freerunning, pero estos se practican a nivel del suelo. “Son el arte del movimiento. El primero es un solo salto, de un punto A a otro B. El segundo implica además velocidad y fluidez”. Aquí Youtube fue su guía. Video tras video se fue emocionando más con la corriente, hasta que se encontró con esta “moda rusa” y decidió llevar sus destrezas lo más cerca posible del cielo.
Buscó a más venezolanos que hicieran lo que él hace y no encontró a ninguno. Uno que otro se toma fotos sentado en azoteas. “No critico el trabajo de nadie, pero pareciera que tienen una obsesión por los zapatos. Todas las fotos son iguales. En cambio, yo aporto algo distinto. Lo llevo al extremo”. Asegura que es capaz de sostener todo el peso de su cuerpo agarrado solo con su mano derecha durante más de un minuto. Más de una foto lo prueba.
El primer edificio en el que hizo skywalking fue el suyo, de 16 pisos. Describe aquello como una premonición: “Yo soñé por mucho tiempo que estaba en las alturas, pero no lo entendía. Me veía de cabeza, pero no sabía lo que hacía. Hasta esa primera vez. Entonces todo tuvo sentido”. Allá solo lo acompañó un vecino, era el responsable de tomar la foto. Carlos sabe lo que quiere con cada gráfica. Así que dirige a sus compañeros en cada toma. No lidia con el miedo propio, pero sí con el ajeno. Presiona a sus cómplices para que se acerquen a la orilla y conseguir la mejor imagen. Arriesgarse no es suficiente, hay que dejar registro y, de paso, disfrutar la experiencia.
Acusado de terrorista
Ha llevado el skywalking a edificios de Sabana Grande y Chacao, pero no lo emocionan: “La idea es que sea alto. Eso te da más estatus y más belleza”. Se trepó entonces en la Cruz del Ávila, y en septiembre de 2016 se meció en la plenitud de los 149 metros de la Torre de David, —el tercero más alto del país, después de los gemelos en Parque Central. Tres veces logró entrar al edificio. La cuarta lo acompañaron los custodios del edificio abandonado. “Esa vez no me dejaron guindarme del helipuerto, ni correr sobre una viga. Tuve que ser más discreto, y ellos pensaban que yo estaba loco”.
Carlos quiere hacer skywalking en los edificios más altos del mundo; aunque jamás ha salido de Venezuela. Lucha por apoyos y patrocinios, porque espera practicar su disciplina profesionalmente. Para ello necesita cámaras, drones, un equipo de producción y un lugar en el que no le pongan trabas para subir y hacer lo suyo. Se frustra al recordar el ejemplo de Adrián Solano, “el peor esquiador del mundo”. “Él recibió ayuda para ir a hacer el ridículo. En cambio yo, que hago algo innovador, no he recibido ningún apoyo. Cada vez que me acuerdo me da rabia. Va allá a pasar pena, y uno que le echa bolas…”, se corta.
A él, que “le echa bolas” lo detuvo el Sebin en diciembre de 2016. Dice que quedó “picado” y quiso volver a subir a Parque Central, la que hasta ahora ha sido su cima favorita. De nuevo, llegó a lo más alto sin problemas, pasó la tarde tomando fotos y videos y a eso de las seis, cuando ya se disponían a irse, tres funcionarios de seguridad del Estado lo abordaron a él y al fotógrafo. “Nos acusaron de terroristas”, afirma. Cuenta que de nada valieron las explicaciones, pues insistían en culparlos. “Nos quitaron todo. Nos esposaron con las trenzas de los zapatos. Nos llevaron a la planta baja y allí nos tuvieron prácticamente tres horas secuestrados”. Los mantuvieron encapuchados y agachados. Carlos afirma que los golpearon. Les quitaron los celulares y también el respaldo gráfico de toda esa tarde. “Por quién votaron, ustedes”, fue otra de las preguntas asestadas por los oficiales. Incluso, la bandera de Venezuela que cargaban resultaba sospechosa para los policías. Cuando se cansaron los soltaron, con la advertencia de que no podrían regresar.
Y no lo ha hecho, mientras continúa esperando patrocinios, Carlos limpia los vidrios exteriores del Embassy Suites, a rapel. “Quiero seguir sorprendiéndome a mí mismo, apenas comienzo. Me faltan muchas cosas por hacer”.
Fuente El Estímulo
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