Carlos Ávila: “Yo no me siento un escritor de oficio”

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Serie “Nuevo país de las letras”. Banesco. Entrevista a Carlos Ávila: “Yo no me siento un escritor de oficio”. Texto: Gustavo Valle / Fotos: Martín Castillo

Nacido en Caracas, en 1980, es Licenciado en Letras de la Universidad Central de Venezuela y Magíster en Literaturas Española y Latinoamericana de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado los libros de cuentos Desde el caleidoscopio de Dios (2007) y Mujeres recién bañadas (2009). Fue ganador de la XX Bienal José Antonio Ramos Sucre (2015), mención Narrativa, con el libro de relatos El giro animal. Actualmente reside en Buenos Aires, Argentina.

Alto, desgarbado, con una mochila colgando del hombro, Carlos Ávila espera en una esquina de la Avenida Santa Fe de Buenos Aires. Su aspecto blanco, de ojos claros, no coincide con el estereotipo ni con los prejuicios: algunos no adivinarían que proviene de una zona popular como Caricuao, al oeste de Caracas, donde vivió hasta los treinta años. Un profesor de la Escuela de Letras, quizás algo prejuiciado, se sorprendió de que a alguien con esa “pinta” se le ocurriese estudiar literatura. “Pienso que la lectura de mis cuentos provocaban esas ideas. A veces resaltan los prejuicios de los otros antes que los míos”. Muchos años más tarde, cuando Carlos llega a Buenos Aires para hacer una maestría, una profesora argentina le dijo: “No pareces venezolano”.

“Mis primeros treinta años los viví en Caricuao –dice mientras sorbe un café con leche y muerde una medialuna con jamón y queso–. Específicamente en Colinas de Ruiz Pineda, un territorio que yo denominaría insular, pues está separado de Caracas y unido solo por la autopista Francisco Fajardo. Ahí crecí, al lado de un estacionamiento y de un templo adventista que ocupaba la mitad de una plaza. Mis primeros amigos fueron mis vecinos, con los que me cansé de tumbar mangos y cazar chicharras. Recuerdo que fumábamos escondidos”.

A Buenos Aires llegó hace ya siete años, y desde entonces allí vive y trabaja. Sin embargo, como suele ocurrirle a quien decide emigrar, la distancia pronto se convertiría en una máquina del tiempo. Hablamos del inevitable viaje a la semilla: especie de búmeran que al ser expulsado regresa con más fuerzas: “Al llegar empecé a revisar de una manera más crítica lo que me ha formado: la narración familiar y social”.

Zapatos perfectamente pulidos

Como todo buen narrador, Carlos no escapa a la memoria como fuente de su trabajo creativo. Sus cuentos están permanentemente atravesados por esa denominación de origen, que es a un tiempo material para la ficción y archivo vital. “Mi madre es la mayor de siete hermanas, y me parió muy joven. Así que fui el primer nieto. Crecí junto a mis abuelos y esas siete mujeres en un apartamento de tres habitaciones. No podría decir que ellas me criaron, porque mi mamá enfurecería, pero siempre estuve muy cerca de mis abuelos. Me siento como el menor de la camada de los hijos y, al mismo tiempo, como el mayor de la de los nietos”.

Su madre era enfermera, y el recuerdo de su uniforme blanco inmaculado, de sus zapatos perfectamente pulidos, lo acompaña desde siempre. “Salía cuando estaba anocheciendo y volvía por las mañanas. Trabajó en el Materno Infantil de Caricuao, donde nací, y luego en el Hospital de Clínicas Caracas. También fue enfermera doméstica, cuidando a personas en etapa terminal. Cuando tenía diecisiete años, el liceo técnico donde estudiaba la mandó a hacer unas pasantías en un hospital de Río Chico. Volvió embarazada de su supervisor, un italiano de apellido esplendoroso, Agostini, mi padre biológico, con quien no llegué a vivir”.

La presencia del universo femenino en obras del autor como Mujeres recién bañadas es tan sustancial como la ausencia de la figura paterna. “Yo soy Ávila por el apellido del esposo de mi mamá. Pero en verdad no soy Ávila, como tampoco Agostini. Yo realmente siento que mi apellido debería ser Leandro, que es el de mi abuelo materno”.

Al menos dos de sus cuentos gravitan sobre las complejas relaciones con la figura paterna, o con su ausencia: “Morir sin descendencia” y “Por parte papá”. De este último, a propósito del pasaje de una novela de Victoria de Stefano, el narrador del cuento afirma: “Mi padre era una abstracción, la figura de un drama”. Un cuento cuyo epígrafe sea de Roberto Bolaño habla por sí solo: “Un padre tiene que estar dispuesto a ser escupido por su hijo cuantas veces su hijo quiera”.

Figura sustitutiva

El abuelo se convertirá en la figura sustitutiva, y alrededor de él se construirá muchos años después todo un universo de invenciones que aún cobra forma. “Mi abuelo fue técnico de la CANTV hasta que lo jubilaron. Su trabajo consistía en instalar líneas de teléfono por toda la ciudad. Después de su jubilación, fue chofer de un muchacho que estudiaba en el Hebraica. Mis primeras visitas a ese colegio me hicieron entender, todavía sin poder ponerlas en palabras, ciertas diferencias de clase. Mi abuela, por otro lado, fue lo que suele llamarse un ama de casa. Nació en La Vega, un pueblo del estado Lara. Su madre la había mandado a casa de una tía en Caracas para que la inscribiera en un colegio, pero aquella tía la puso a trabajar como doméstica en casas de familia. Luego conocería a mi abuelo en El Guarataro, donde ambos vivían”.

Un abuelo alcohólico y también lector… Esa es la imagen que quedó grabada en la memoria del nieto. “Tengo el recuerdo de mi abuelo echado sobre su cama leyendo Se llamaba SN, de José Vicente Abreu. También lo recuerdo regalándome Juntacadáveres y El astillero, de Onetti. De dónde sacó esos libros sigue siendo un misterio, porque apenas si repetía los nombres del llamado boom. Como técnico en telefonía local, no contaba con el capital cultural para explicarme nada. Y sin embargo me aclaró muchas cosas, siempre desde cierta lógica inherente a su condición de trabajador incansable”.

No es desdeñable aventurar un posible puente entre Se llamaba SN y el posterior gusto del joven escritor por la década violenta de los 60, o entre los libros de Onetti y los cuentos con personajes en los que el fracaso parece siempre gravitar. “¿Cuál es la imagen que uno tiene de Onetti?: la de un tipo acostado en una cama, fumando y leyendo policiales. Pues bien, esa es la imagen que yo tengo de mi abuelo. Un tipo acostado, bebiendo y fumando. Mi abuelo sin duda viene a ocupar una imagen paternal de la que carecí”.

A los siete años ocurre su primer desplazamiento, uno de muchos que lo marcarán de por vida. Fue un viaje a Yaracuy con el esposo de su madre, el papá de su hermana, de quien hereda el apellido. Estuvieron en un pueblo llamado San Pablo un año entero. “Recuerdo una calle de tierra que daba a una quebrada a la que solía ir con mis vecinos. Ahí aprendí a andar en bicicleta. Recuerdo que una tarde salí con mi madre a pasear a mi hermana en el coche y cayó una tormenta. En nuestra desesperación, entramos a una casa que tenía la puerta abierta. Nos recibieron dos chicas que quedaron encantadas con mi hermana. Me enamoré perdidamente de las dos. También recuerdo que no teníamos teléfono, que extrañaba a mis tías y que se iba mucho la luz: veo a mi madre sirviéndome un pasticho de berenjenas al reflejo de las velas”. Ese mismo año Carlos ganó un concurso de cuentos en la escuela con un relato sobre vegetales y frutas. El cuento enfrentaba a unos contra otras y se asesinaban entre sí. “Nos enteramos porque salió en la prensa. Tengo pendiente visitar algún día alguna de las hemerotecas para ver si lo encuentro”.

Pero esta señal temprana de una futura vocación no tuvo continuidad, al menos no en el corto o mediano plazo. El embrionario escritor vio pasar mucho tiempo hasta que la lectura y la escritura adquirieran un rango de importancia o necesidad en su vida. “Mis tías suelen repetir que se dieron cuenta de que había aprendido a escribir por una carta que le regalé a una vecina. El relato me gusta y me apena al mismo tiempo, porque escribir una carta de amor siempre conlleva cierta belleza, pero al mismo tiempo me pregunto cómo no se daban cuenta de que había aprendido a escribir”.

Salir de una isla

El tiempo pasó y el apartamento de Caricuao se fue vaciando. Sus tías se fueron mudando. Nacieron sus primos y también su hermana. Su madre también se fue, pero Carlos permaneció con sus abuelos. Y mientras tanto, la sensibilidad literaria crecía. “Recuerdo con especial agrado a mi maestra de sexto grado. Se llamaba Aura. Le tenía demasiado respeto: cuando me portaba mal en casa, me amenazaban con acusarme. El primer día de clases nos dijo que lo único que íbamos a hacer durante todo el año era leer y escribir. No sé si a la propia maestra Aura se le ocurrió la idea de que yo debía estudiar en el Colegio San Agustín, uno de los pocos liceos privados que quedaba en Caricuao. Para ingresar había que tener un excelente promedio, pero además pasar por innumerables pruebas de comprensión, físicas y psicológicas. Había un ambiente en ese liceo que siempre me incomodó. En ese tiempo no sabía explicarlo, pero hoy puedo decir que aquel lugar no era sino una industria de desclasados, donde todo el mundo se despreciaba entre sí y despreciaban a quienes estudiaban en la educación pública. Me echaron cuando bajé el rendimiento”. Carlos terminó estudiando en El Paraíso, en una quinta que “un español avivado convirtió en liceo”. Cruzar por la autopista Francisco Fajardo, desde Caricuao hacia el resto de la “civilización”, significó mucho. “Conocí nuevos registros, nuevas prácticas. Fue como salir de una isla”.

Si bien en su casa no había biblioteca, alguna vez intentó leer Las lanzas coloradasCasas muertas y Cuando quiero llorar no lloro, libros que habían dejado sus tías cuando eran estudiantes. En el liceo tuvo la oportunidad de acercarse a los poemas de Neruda y leyó Romeo y Julieta. “Soy un lector tardío, si se puede decir así. Mi pasión durante la adolescencia fue la música”. Estudió los dos primeros años de teoría y solfeo en el conservatorio José Ángel Lamas. Al tercer año había que elegir un instrumento, pero Carlos abandonó antes. “De haber escogido un instrumento, habría sido el contrabajo”. A los trece años juntó plata con unos vecinos y compró un bajo eléctrico. La pasión por la música nunca mermó: en sus cuentos está presente no solo como temática sino también como prosa rítmica, aunque admita que “no es algo que yo haga de forma deliberada”.

Años después, la llegada de Chávez al poder y los sucesivos hechos que condujeron al golpe de estado de 2002 le permitieron construir un relato con el que se sentiría afín. “A partir de ese momento comencé a poner en palabras un montón de percepciones que yo sentía y que no había logrado expresar: desde identificarme con cierta clase social hasta entender por qué yo no podía enamorar a ciertas muchachas. Estoy sintetizando algo que sin duda es mucho más complejo. Una imagen muy potente para mí, por ejemplo, corresponde al golpe del 2002, cuando muchísima gente del bloque salió a la autopista rumbo a Caracas: queríamos saber qué estaba ocurriendo porque todos desconfiábamos de lo que nos decían en la televisión”. Hoy en día, Carlos se declara interesado en relatar los años 90, la llamada década violenta. “Tengo un libro inédito que emula la forma del Me acuerdo de George Perec. El relato se inicia con recuerdos del Caracazo, en 1989, y termina con el deslave de Vargas, de 1999. Exactamente diez años”.

Hacerse lector

La conciencia del oficio debió esperar hasta su ingreso en la Escuela de Letras de la UCV, donde cursó talleres de narrativa. “Allí comencé a hacerme lector, a pensar en la posibilidad de dedicarme por completo a la escritura. Tenía 23 años y yo no sabía quiénes eran Julio o Salvador Garmendia, quién Ramos Sucre, quién Rimbaud. No entendía una sola palabra de lo que decían los profesores, y eso me atemorizaba. Sin embargo, alguna fuerza inevitable me mantenía recorriendo los pasillos. Una de mis lecturas iniciales fue Oswaldo Trejo, que me resultó revelador. A través de su obra di con cierto sentido lúdico que prevalece en toda buena literatura y que disfruto sobremanera. Depósito de seres me parece un libro único: melancólico, fantástico, lleno de personajes que parecieran venir de otros universos. La forma que tiene de evocar la infancia como la edad original y, al mismo tiempo, la capacidad de generar situaciones como de ensueño, me han resultado muy inspiradoras”. Armando Rojas Guardia también fue algo importante: “el primer paso al otro lado de un umbral”. Además, Victoria de Stefano, “a cuyos párrafos acudo asiduamente”. La lista podría continuar con Beckett, Onetti, Sam Shepard, Salinger, Vila-Matas… En ese orden y entre muchos otros autores “cuyos trabajos y formas de vida inseparables a la labor literaria no cesan de atraerme”.

Su primer libro publicado es Desde el caleidoscopio de Dios. “Ahí están reunidos los primeros cuentos que escribí. Recuerdo haberlos enviado a un concurso que tuve la suerte de ganar”. Se refiere al I Premio Nacional Universitario, celebrado en 2004, que organizaba el Núcleo de Directores de Cultura. Tres años más tarde, gracias al crítico Carlos Pacheco, fue publicado por la editorial Equinoccio de la USB. “Mediante su mirada diagonal y su lenguaje suelto y joven –dice la contratapa escrita por el propio Pacheco–, Carlos Ávila se aplica para crear esta serie de aventuras urbanas tan entretenidas como diferentes entre sí, verdadero caleidoscopio divino”. “Todavía no entendía que la vergüenza que me causaban esos cuentos también era parte del proceso creativo que emprendía”.

Dos años después, en 2009, aparece Mujeres recién bañadas. “Estos cuentos –comenta el escritor Guillermo Parra– nunca se resuelven completamente y sus personajes no llegan a definirse. Es en esa ambigüedad donde podemos apreciar un elemento naturalista que nos hace pensar en ellos durante mucho tiempo”. El germen de este libro está en un viaje. “Me había ido a pasar una temporada a Mérida y me deslumbré: se me abrieron las puertas de la percepción. Un amigo me contó que, durante un viaje a la Gran Sabana, se había dado cuenta de que era un animal. No sé si yo habré sentido lo mismo, pero en Mérida me di cuenta de que no estamos separados de la naturaleza. Cuando decimos naturaleza, casi siempre evocamos la vegetación, los ríos, ciertos animales, lo que no deja de ser una injusticia, porque en verdad se trata de una confrontación nada más y nada menos que con el lugar de donde procedemos. De eso tratan los cuentos de Mujeres recién bañadas, de esa primera ceguera lúcida”.

Para comprobar que no hay oposición entre naturaleza y ciudad, Carlos recuerda que Maurice Maeterlink, en La inteligencia de las flores, habla de cómo la naturaleza se resiste al cemento de las ciudades, o de cómo se las arregla una planta para nacer entre las costuras de la suela de un zapato abandonado, o de cómo un árbol esquiva una pared que le construyeron en su ruta de crecimiento. A manera de síntesis, hace suya una frase que alguna vez escuchó: “La naturaleza siempre terminará imponiéndose”.

En febrero de 2016, Carlos gana la XX Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre con El giro animal. “Si algo aparece en mi escritura, comenzará a verse a partir de ahora”. En efecto, al menos en un cuento de este libro, “Selfie”, aparecen claramente esas marcas a través de un personaje que vive las tensiones propias de un inmigrante en Buenos Aires. Salir del lugar de origen representa no solo una descolocación territorial y afectiva sino también lingüística. La herramienta de trabajo del escritor sufre una serie de irrupciones que problematizan la operación. “En la maestría de la Universidad de Buenos Aires empecé a leer de manera distinta a como leía en la Escuela de Letras de la UCV. No creo que ninguna de las dos formas de lectura sean correctas o incorrectas, sino distintas. Acá siento que todo está cruzado por dos grandes hiper-discursos: el marxismo y el psicoanálisis. En cambio, la Escuela de Letras de la UCV fue para mí como un gran taller. Solo vi un seminario de marxismo con Vicente Lecuna, y siempre percibí que había un cierto complejo a la hora de abordar temáticas sociales. Esto seguro ha cambiado ahora, pero en aquel entonces era así”.

Lecturas argentinas

En cuanto a literatura argentina, más allá del canon Borges / Cortázar, a Carlos le interesa Christian Ferrer: “un escritor no específicamente literario, pero cuya mirada de la ciudad, de la sociedad, me ha dado muchas luces”. También están Damián Tabarovsky o Fogwil: “autores importantes para mí”. O Zama, la gran novela de Antonio di Benedetto. O El desierto y su semilla, de Baron Biza. “Textos todos que considero imprescindibles”. Pasando a otros horizontes, Beckett es un autor que admira y lee asiduamente. “Me gusta mucho su dimensión política no explícita. Desde su discurso impreciso, Beckett dice muchas más cosas de lo que aparenta”.

De manera inevitable, el cambio de domicilio agregará mayor complejidad a las tareas del escritor: “Uno comienza a reproducir un habla que busca una cierta terminología neutra, que no sea ni muy venezolana ni muy perteneciente a los modismos de acá. Lo que sí siento es que cada vez puedo escribir menos de Caracas, y no me refiero en sentido geográfico sino anímico. Ahora no se me ocurren historias que sucedan allá. La última vez que fui ya me sentía bastante ajeno a nuestros modos, a ciertas formas de la cotidianidad”.

Para Carlos la escritura no es asunto de rituales o fetiches. No es amigo de ceremonias ni de rutinas particulares: “Yo no me siento un escritor de oficio, y en parte porque no vivo de eso. Literalmente, no me siento un escritor, pero digamos que literariamente sí”. Sus manías no pasan de escribir notas a mano, que luego lleva a la computadora. No suele investigar para escribir. “Eso sí: tengo la idea de escribir la historia del indio Caricuao, novelada. En ese caso, claro, tendría que investigar. También quisiera escribir sobre mi abuelo, pero no sé qué saldrá de allí”.

Lo que sí queda claro es que su operación de escritura recurre a cierta memoria personal (debidamente alterada) que luego establece diálogos sobre un contexto más amplio. “Si bien mis historias remiten a ciertos aspectos biográficos, durante el desarrollo se dirigen hacia un sentido más amplio de país”. Y lo hace mediante una, digamos, técnica mixta: “Uno roba de lo que escucha en la calle, de lo que leyó y de lo que vivió, pero también inventa e  imagina”. La mixtura de todos esos procesos da lugar al cuento, al libro de cuentos, a la ficción.

Perderse en las percepciones

Del otro lado está el lector que recibe, interpreta e interpela: “Alguien me dijo que la imagen que le había quedado al leer mis cuentos era la de un personaje que mira por la ventana de un carro en movimiento. Me pareció un juicio acertado. Siento que irse es un ejercicio, una acción, en la que encuentro mucho sentido. No me refiero a moverse física o geográficamente, sino a irse o perderse en las percepciones, en la imaginación, en el sueño, en la lectura; a abstraerse con una canción o con una película; a abandonar este plano sin mover el cuerpo. A eso me refiero: a cambiar siempre. A irse de las ideas, de las sensaciones, de las certezas. Quisiera que en mis cuentos se advirtiera ese deseo”.

Se reconoce como perteneciente a una generación de jóvenes escritores que comenzaron a publicar a mediados de los 2000: una época en la que se vivió una especie de resurgimiento o renovado entusiasmo por los libros, por la escritura, que algunos identificaron como un boom. “Pertenezco a una generación de escritores en la que también están Enza García Arreaza, Gabriel Payares, Rodrigo Blanco Calderón y muchos más. Gente que comenzó básicamente publicando libros de cuentos. Curiosamente no hay novelas. Quizás esa sea una de las marcas: la de una narrativa más breve. Otra marca generacional es que muchos de nosotros estamos fuera del país. Creo que nos ha tocado una época condicionada por el contexto social y político”.

Gabriel Payares, compañero de generación, publicó un artículo en el que señalaba, a modo de diagnóstico, cierta limitación de nuestra conciencia cultural, que en el campo literario se refleja en una polarización reinante. Al respecto, Carlos es categórico: “No creo que haya una literatura del chavismo y una literatura del antichavismo. Pienso que hay una literatura del contexto, y el contexto tiene ciertas marcas”. Esas marcas pueden ser interpretadas de diversas formas según el credo político, la convicción o la confusión de cada quien. A pesar de las sombrías señales de la actualidad venezolana, Carlos alberga una esperanza. “Con todo y lo demagógico que pueda sonar en estos momentos, si bien no creo que el futuro tenga el rostro de ninguno de nosotros, al menos estará en manos de las generaciones que nos sucedan, porque ellos, a diferencia nuestra, que crecimos en una época vacía, por decir poco, se han estado formando en un momento en el que la política juega un papel central, nos guste o no. Esperemos que los gobernantes del futuro, si son medianamente inteligentes, sean consecuentes con estas nuevas realidades”.

Pero no nos engañemos, pues no estamos hablando con un simple optimista. “La vida es degradación: del cuerpo, de la memoria, del lenguaje. Puede que suene un poco trágico o pesimista, pero pensar lo contrario sería negar lo innegable. Si conocemos el destino que nos espera, entonces por qué no seguir. ‘En el silencio no se sabe; hay que seguir’, dice Beckett al final de su trilogía maravillosa. Y yo interpreto esto en el sentido de que el suicidio, literario o literal, no es una salida que valga. Entonces hay que seguir. Y yo voy a seguir”.

Fuente El nacional

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